Taller Encantado

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14 de agosto de 2009

Canto a la libertad

La princesa Yasmine se perdía a menudo en sus pensamientos. De las quince hijas del sultán, todas bellezas sin par, ella era probablemente la que menos destacaba en cuanto al brillo de su pelo o la armonía de sus formas, pero, sin embargo, cuando se perdía en sus pensamientos, atraía las miradas como si fuera un imán. Daba igual lo desaliñado de su atuendo, o la forma descuidada en la que maquillaba absorta sus pómulos, Yasmine siempre estaba cavilando. Cuando sus hermanas formaban un corrillo para charlar sobre las telas recién traídas del otro lado del mundo, Yasmine andaba atareada acarreando cuerdas, lentes, redes y poleas de acá para allá, y al cabo de unas horas, había ideado un curioso invento, unas veces para cazar ranas en el estanque, otras para observar a los insectos que crecían bajo las grandes rocas que rodeaban los árboles de los jardines.

Daba igual dónde estuviera, hacia ese punto se giraban todas las cabezas, hasta tal punto que el sultán comenzó a preocuparse. Desde luego a Yasmine le daba exactamente lo mismo interesarle o no a un hombre, a dos o a cincuenta, pero los miedos del sultán eran fundados. Sólo Yasmine estaba en boca de los pretendientes de sus hijas. Y éstas, por más que se esforzaran en llamar su atención, no conseguían más que el efecto contrario. Pronto surgieron celos y envidias y, creedme, eso sí que Yasmine lo notó rápidamente. Sobre todo cuando aparecieron rotos los palos que conformaban su último proyecto. Por eso decidió exiliarse, al fin y al cabo nunca se había sentido parte de aquel fastuoso palacio ni de aquella familia tan extraña, que en vez de aceptarla tal cual era le hacía la vida imposible. De modo que, en secreto, comenzó a construir una máquina muy especial. Cada noche, cuando sus engreídas hermanas dormían y su padre gordinflón salía a contemplar las estrellas, ella, cuidadosamente se escabullía de sus almohadones y se dedicaba a tallar las maderas y a preparar afanosa su creación.

Por la mañana estaba tan cansada, que apenas se dedicaba a poco más que reposar apoyada en la barandilla del jardín y observar el vuelo de los rosados flamencos. Sus hermanas cuchicheaban a su alrededor y se preguntaban si no estarían yendo demasiado lejos, puesto que tan abatida la veían. Sin embargo su orgullo era más fuerte, y al recuperar de nuevo su notoriedad, pronto se olvidaron de aquella hermana que, como una flor marchita, parecía apagarse cada día un poco más.


Una soleada y fresca mañana de primavera, cuando las gotas de rocío lamían gustosas los pétalos a medio abrir de las rosas de pitiminí, el sultán descubrió la alcoba de Yasmine vacía. Los azulados mármoles parecían llorar la ausencia de la princesa y el sultán quedó sepultado por mil dudas acerca del paradero de su preciada hija. Totalmente destrozado, salió al jardín y apoyó sus gruesas manotas en el mismo lugar en el que había visto por último lugar a Yasmine, aquella baranda blanca de barrotes salomónicos. Lanzando un suspiro por ella, que era exactamente igual a su fallecida esposa, levantó los ojos para contemplar el vuelo de los gráciles flamencos, y, entre ellos pudo distinguir la estilizada silueta de su hija, que lucía unas fantásticas alas compuestas por ella misma que la llevaban muy lejos de allí, libre al fin. O eso fue al menos lo que el sultán sustuvo haber visto hasta el día de su muerte.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

qué bonito Raqui, yo también quiero unas alas, besotes guapa!!

Anónimo dijo...

Alaa pero que bien escribes jejej...¿sabes quien soy? solo te dare una pista... el nombre de la protagonista es como el mio...solo cambia una letra jejej:P


me encantasss raquel!!!un besazooo y me gusta mucho leer tu blog

Lolita blues dijo...

¡Hola majas!

¡¡¡Muchas gracias por leerme!!!

Me alegra que os haya gustado... sigo con cuerda para rato, así que seguiréis teniendo cositas para leer... ¡saludos!

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