Se acerca el día de Todos los Santos, y mi madre, como cada año, va unos días antes a limpiar la tumba de mis abuelos y de Madre Julia, mi bisabuela. La tumba de mis abuelos la he visto muchas veces, porque además me encanta ir al cementerio del pueblo.
Lo suyo es ir caminando, paseando, casi, con las flores en la mano, por un camino bordeado de cipreses que conducen al camposanto. En el trayecto, siempre vamos recordando viejos tiempos y mi madre me cuenta cosas que yo no recuerdo, porque casi no conocí a mis antepasados. Apenas me viene la imagen de mi abuelo, que se ponía debajo de la parra del patio en su silla de mimbre favorita, sin camiseta, a tomar el sol, decía. En realidad estaba blanco como la leche, con cuatro pelillos rizados y blancos (más aún que la piel) y los hombros rosas... Me gusta tener esa imagen de él en la cabeza, porque para mí simboliza la paz y la tranquilidad absoluta.
De mi abuela... me han hablado muchas veces, pero no guardo ninguna imagen de ella, salvo las de las fotos, claro. Por lo visto, le encantaba pintarme las uñas (y eso que era muy niña) y también me dicen a menudo que somos como dos gotas de agua. Eso me enorgullece mucho, porque a mi abuela todo el mundo la quería, aunque tenía mucho genio (como yo, me temo).
Y luego está Madre Julia, que era por lo que me cuentan una mujer muy especial, muy suya: natural, cariñosa, testaruda, desinhibida... diferente, vamos.
Cuando uno va paseando de camino a ver las tumbas, a compartir los silencios con las estatuas de los panteones, a saludar a los que se han ido, debería sentirse feliz, al menos en parte, por recordar, por mantener en la memoria a los seres queridos, y sentir que en sus raíces late aún la savia que conforma la esencia de la que brota la vida.
Lo suyo es ir caminando, paseando, casi, con las flores en la mano, por un camino bordeado de cipreses que conducen al camposanto. En el trayecto, siempre vamos recordando viejos tiempos y mi madre me cuenta cosas que yo no recuerdo, porque casi no conocí a mis antepasados. Apenas me viene la imagen de mi abuelo, que se ponía debajo de la parra del patio en su silla de mimbre favorita, sin camiseta, a tomar el sol, decía. En realidad estaba blanco como la leche, con cuatro pelillos rizados y blancos (más aún que la piel) y los hombros rosas... Me gusta tener esa imagen de él en la cabeza, porque para mí simboliza la paz y la tranquilidad absoluta.
De mi abuela... me han hablado muchas veces, pero no guardo ninguna imagen de ella, salvo las de las fotos, claro. Por lo visto, le encantaba pintarme las uñas (y eso que era muy niña) y también me dicen a menudo que somos como dos gotas de agua. Eso me enorgullece mucho, porque a mi abuela todo el mundo la quería, aunque tenía mucho genio (como yo, me temo).
Y luego está Madre Julia, que era por lo que me cuentan una mujer muy especial, muy suya: natural, cariñosa, testaruda, desinhibida... diferente, vamos.
Cuando uno va paseando de camino a ver las tumbas, a compartir los silencios con las estatuas de los panteones, a saludar a los que se han ido, debería sentirse feliz, al menos en parte, por recordar, por mantener en la memoria a los seres queridos, y sentir que en sus raíces late aún la savia que conforma la esencia de la que brota la vida.