Taller Encantado

English cv French German Spain Italian Dutch Russian Portuguese Japanese Korean Arabic Chinese Simplified

31 de agosto de 2011

Adiós al verano


La cruel constatación de que el verano expira en el último aliento de agosto está aquí: un cielo plomizo acompañado de un viento suave y el olor a tierra mojada que ya trae consigo los ecos de los otoños ya vividos. La consabida cuesta de septiembre, el guardar los pantalones cortos y colgar los pensamientos en nuevos proyectos y citas anuales: el mercado medieval, el festival de cine de Sitges...


Retomar la actividad y cerrar el paréntesis del verano. Concentrarlo todo en el día de hoy porque es el último y cerrar el cajón hasta el año que viene en que lo abriremos de nuevo para sacar las ganas de bajar a la piscina, comer en el campo o visitar una ciudad antes desconocida.

El nuevo ciclo se abre y reconozco que me inquieta.

29 de agosto de 2011

Juego de niños


Mi abuelo falleció cuando era aún relativamente joven. A sus sesenta y dos años y ya postrado en la cama a causa de un prematuro infarto, sufrió una terrible pesadilla. Se debatía entre sueños farfullando sílabas deslavazadas a las que no conseguía darles un sentido. A pesar de su obvio sufrimiento, la prudencia me indicaba que no sería bueno despabilarle y esperé a que emergiera del infierno de la noche haciendo acopio de sus propias fuerzas.

Cuando consiguió despertar, gruesas lágrimas rodaban por las mejillas que la enfermedad había convertido en cuencas cóncavas y sin apenas color. “Era solo un juego”, decía, “solo un juego”. Le abracé y arrullé como habría hecho con un niño. Cuando se hartó de llorar el cansancio se apoderó de su débil cuerpo y cayó rendido, esta vez en lo que parecía un profundo sueño reparador. Unas horas después parecía otro, hasta un ligero rubor le había subido a la cara, anunciando el advenimiento de sangre renovada y con ello nueva vida y calor.

Aunque por aquel entonces nunca me llegué a plantear que el final de sus días estuviera tan próximo, he de reconocer que era realista y sabía que su estado de salud era delicado. ¿Debía preguntarle por aquel mal sueño para que pudiera liberarse de él? Le consulté a mi esposa qué debía hacer. Ella consideraba que no era buena idea traerle a las mientes una pesadilla que le había afectado el humor de tal modo. Pero mi curiosidad fue más fuerte y uno de los días en los que pudo salir al patio a tomar el fresco (los meses de invierno fueron de obligatoria reclusión y la primavera apuntaba a ser cálida) empezamos a charlar sobre cuáles habían sido nuestras peores pesadillas. Rememoramos algunos de los pasajes oníricos más descabellados que habíamos visitado y cómo no las recurrentes pesadillas comunes a todos los mortales: despertarse sobresaltado tras sentir que caemos al vacío, descubrirnos en medio de una guerra, mirar los ojos de alguien que sabes que no es quien parece ser… No parecía recordar su sueño descorazonador, aquel que le había sumido en una terrible tristeza. Sin embargo, cuando le comenté que había hablado de un juego su tez se inmutó sobremanera. Quedó lívido por un instante de forma tal que solo se repitió el día de su muerte.

Y a continuación, en lo que parecía ser un tránsito, narró su secreto. Creo que si en el transcurso de ese discurso yo hubiera emitido siquiera el más leve ruido, jamás habría conseguido conocer la historia hasta el final. Mientras hablaba ningún pájaro sobrevoló el jardín, ni el agua parecía correr ni el viento osó acariciar nuestros cabellos. El mundo enmudeció para escuchar la voz quebrada de un anciano que me contó cómo su hermanito pequeño había contraído una enfermedad extraña que nadie sabía cómo tratar y pasaba los días postrado en cama.
Mi abuelo, sin embargo, era todo un torbellino. Solía desafiarse a sí mismo retándose interiormente: “Si llego a la esquina antes que aquella señora, conseguiré ganar la competición de natación”, “Si alcanzo a Pedro antes de que llegue a la cuesta, mi madre me regalará caramelos”. Y siempre lo conseguía, una vez tras otra, sus pequeños retos alcanzaban su recompensa, lo que le llevó desear la recuperación de su hermano. Debía alcanzar el éxito enfrentándose a un reto complicado puesto que la recompensa sería inmensa. Así que pensó tomar prestado el reloj de su padre y subir a lo alto del campanario de su pueblo. Lo había hecho mil veces y sabía que los escalones eran exactamente 166, así que se dijo a sí mismo que si conseguía llegar abajo antes de las doce, su hermano se curaría. Se lanzó a tumba abierta como nunca en su vida, sobrevolando los escalones sin apenas pisarlos, con el corazón en un puño y respirando a trompicones. Y un instante después de que hubo posado su pie derecho en el suelo, alcanzando el suelo tras el último peldaño, vio para su alegría cómo el reloj marcaba las doce en punto. Lo había logrado, después de todo el esfuerzo y la energía que había supuesto en aquella empresa.

Aún sin haber recuperado el aliento arrancó a correr calle abajo con la ilusión guiando sus pasos. La casa estaba a oscuras, como siempre, para proteger la delicada salud de su hermanito del calor y del exceso de luz, pero algo parecía diferente. El estruendo del mecanismo del reloj de pared resonaba en toda la casa dándole su habitual aspecto fantasmagórico. Y muy al fondo, los sollozos de su madre le indicaron que algo iba realmente mal, de modo que el corazón se le disparó, esta vez de forma irregular. Su hermano había muerto. Exactamente a las doce en punto, según el doctor Millán. No podía creerlo, no entendía la burla del destino. Miró el reloj de su padre y a continuación el de la pared cuyo estruendo le taladraba los oídos. Estaba retrasado. Menos de un minuto: veintisiete malditos segundos. Los recordaría toda la vida.

Tampoco yo olvidaré la muerte de mi querido abuelo, el día veintisiete de diciembre a las doce en punto, según el doctor Salcedo. Descanse en paz ahora que el juego parece haber llegado a su fin.

26 de agosto de 2011

Vivir dentro de los libros

De un tiempo a esta parte escribo poco. También duermo poco y hablo bastante menos de lo que solía ser la tónica habitual. Me apetece más escuchar y ver. Me siento más cómoda viviendo dentro de los libros, siendo testigo de historias totalmente ajenas a mí. Navegar por épocas pasadas o futuras, reales o ficticias me proporciona una paz interior que me reconcilia con el momento en el que vivo hoy. Ese escurridizo presente que a veces se torna arcilla impidiendo que fluya el tiempo y que en otras ocasiones se fuga como el viento.


Me siento cómoda en el artificio literario porque detrás de cada frase hay otra persona. Cuando leo entro en íntima comunión con otro ser que sin embargo no deja de ser un completo desconocido y eso es a la vez inquietante y sugerente. Nadie se desnuda más que quien escribe. Y por eso encuentro cada vez menos arrojo para desprenderme de mi intimidad, dejando mis palabras al descubierto.

A medida que cumplimos años perdemos el talento para expresarnos con claridad porque el engranaje de nuestros pensamientos se complica. Percibimos tantos matices y nos volvemos tan tolerantes a todo que la senda de la sencillez se retuerce y nos confunde. Ya no somos capaces de mostrar de forma diáfana casi nada porque no alcanzamos a ver en la maraña de nuestras experiencias, nuestras ilusiones y nuestras contradicciones.

Pero, a pesar de todo, estoy dispuesta a continuar con el reto. A esforzarme por ejercitar el músculo literario y recoger el guante que yo misma me arrojo. Porque pensar es escribir en el aire y ya es hora de que todas esas historias que he dejado que se escabullan de ser fijadas y expuestas a los otros busquen ojos ávidos de breves lecturas o personas a las que les guste ver, escuchar y leer, que no es en suma otra cosa que vivir mil vidas en una.

Sitios que he visitado