Taller Encantado

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26 de febrero de 2011

Unos ojos enormes me miraban desde el otro lado de la estancia. Eran de una belleza extraña, aquellos ojos hablaban un idioma que yo ni siquiera aspiraba comprender y, sin embargo me habían elegido a mí para entablar un diálogo. Supongo que fui muy torpe porque no sabía como corresponder a aquella elocuencia.

En un primer momento, no creí que fuera posible así que directamente traté de obviar aquellos iris de color verde clavados en los míos, perplejos.

Al cabo de instante me había dado cuenta de que la fortuna, en un extraño desliz, me había sonreído por primera vez en mi vida ¡y cómo! No había una criatura sobre la tierra que fuese más feliz, nadie que soñase verse en mejor condición que la de ser señalado por el deseo de unos ojos de ángel como los que desde allá se hacían tan presentes como si los hubiera estado contemplando toda la vida. Así fue como vuestra abuela me sedujo, y yo entonces solo pude acercarme a ella y esperar que se abrieran las puertas del paraíso.

23 de febrero de 2011

La danza de los condenados

Hemos asumido que no podemos volar, soñar... Sabemos que solo podemos esperar, llorar, sin poder siquiera soñar con volar muy lejos. Somos los condenados, los abandonados, no tenemos nada que hacer más que llorar y esperar.

Nuestra existencia se consume en incertidumbre y llanto, somos los condenados, los abandonados... vemos caer la lluvia y sabemos que pronto nos anegará también por dentro. Entre tanto juntos esperamos el final. Viendo la lluvia caer y llorando, esperando. No hay consuelo para las almas perdidas, no hay expiación para los condenados que vendieron sus sueños. Ningún tren que podamos tomar para partir muy lejos, ningún anhelo al que colgar nuestras esperanzas para escapar muy lejos. Somos los condenados, cantamos para dejar de llorar y solo seguir esperando.

Nos llevaremos nuestros recuerdos y nuestras lágrimas hacia la nada cuando dejemos de esperar y el llanto se desvanezca. Somos los condenados, los abandonados, pero nos quedan muy, muy dentro, nuestros recuerdos que se mezclan con nuestra espera y nuestro llanto. Llámanos locos por desear el desenlace final, llámanos incrédulos por creer que eso aliviará nuestra pena y no la hará más grande. Reza a los dioses que no existen, habla con los ídolos en los que no creemos y hazlo por nosotros, porque no haya un más allá y sea suficiente con nuestra espera y nuestro llanto en el más acá.

Nosotros nos fundiremos con la lluvia, haremos que nuestro llanto y ella sea todo uno y los condenados, los abandonados nos iremos para siempre, para siempre, lejos, muy, muy lejos.

14 de febrero de 2011

Imposible

Le gustaba dibujar, no recordaba desde cuándo. Se recordaba siendo muy pequeña garabateando siluetas en pedazos de papel arrancados de cualquier periódico que tenía un hueco en blanco. Y luego fue en cuadernos de espiral, y al final blocks que le regalaba su abuelo. Tenía muchos, muchos dibujos guardados por todas partes, algunos colgados en el tablón de corcho en su cuarto, otros pegados al espejo del baño... Unos le hacían gracia, como la caricatura de su profe de ciencias del colegio, otros le resultaban curiosos, como si no hubiesen salido del contacto de sus lápices con el papel, y los más que andaban por aquí y por allá eran bocetos de dibujos más complejos, que a la larga encajarían sin saber muy bien cómo. 

No era sistemática, en absoluto, pero tampoco desordenada. Disfrutaba con lo que hacía y se dejaba llevar durante semanas hasta que repentinamente un día se daba cuenta de que algunos dibujos guardaban cierta relación con otros, que los podía hermanar. Y así, la inspiración surgía como por arte de magia para crear algo nuevo, superior a la suma de las partes.

Luego estaba él. Merecía una carpeta especial, plagada de múltiples perspectivas en las que se podía ver su rostro como en un calidoscopio, desde aquí y desde allá, desde arriba, desde un costado, sus manos, sus ojos, sus orejas, su frente... cientos de dibujos para inmortalizar cada detalle. Y sin embargo su esencia no podía atraparse en el papel. Eran dibujos inconexos con el resto de su obra, porque eran prácticamente estudios forenses de una autopsia imposible de concluir. Nunca estaba satisfecha. Le había retratado en otras ciudades, bajo otros cielos, cubierto por ropas diversas y delineando multitud de expresiones, pero no era capaz de captar aquello que buscaba, esa capacidad de subyugarla con una sencilla mirada, el estrecho lazo que les ataba, ese qué se yo que le hacía irresistible. Donde terminaba su razón y su destreza, donde se daba fin a la esperanza de poder aprisionarle en una hoja de papel, era donde nacía su profundo amor. Era imposible retratarle pero también lo era dejar de intentarlo. Y sabía que si lo conseguía algún día, algo se le rompería dentro del pecho.

13 de febrero de 2011

El pseudónimo

Asthon Evans comenzó su carrera de escritor de la manera más fortuita que pueda imaginarse. Cuando más desesperado estaba buscando sustento, y por agarrarse a un clavo ardiendo, aceptó escribir en una revista francesa específicamente enfocada al público femenino. A decir verdad, la oferta la recibió vía Internet y, francamente, daba la sensación de que tenían verdadera prisa por cubrir el puesto. Sabía que nunca le aceptarían si decía que era un hombre, lo que tenía sentido, ya que efectivamente tendría que escribir sobre depilaciones, productos de belleza y un variado etcétera que le hacía sentir auténtico vértigo. Sin embargo, Asthon necesitaba trabajar a toda costa, no os imaginais cuan tormentosa era su vida en aquel preciso momento. Por fortuna tenía familia en viviendo en Dijon y se defendía bastante bien a nivel escrito en francés, de modo que se "fabricó" una carta de recomendación e inventó una nueva identidad. Delphine Beauvoir le pareció un nombre fantástico y a partir de ese momento, ya todo era coser y cantar. Llegó al acuerdo de que las nóminas las cobrara su agente literario, un tal A. Evans y se afanó en cada artículo dando lo mejor de sí mism"a". Al cabo de unos meses Evans se dio cuenta de que debía construir su personaje dotándole de un mayor realismo si concebía cómo era físicamente, qué cosas le gustaban, etc. Y es que debía ser coherente en sus valoraciones y tener una identidad determinada para no salirse de los raíles. Esto no era en absoluto sencillo porque ¿quién sabe cómo demonios piensa una mujer? La inspiración final partió de esa pregunta. Puesto que no tenía ni idea de cómo era una mujer, fabricaría una super-mujer, un ideal femenino hipersexuado y dotado de todo cuanto él carecía. Si sus rasgos eran fuertes y su vello oscuro, ella tendría rasgos dulces y carecería de vello. Si él era de anchas espaldas, bajito y con entradas, ella sería de constitución más bien fina, alta y con una estupenda melena de cabello ondulado y brillante. Si a él le entusiasmaban los deportes y la cocina casera, ella detestaría ambas cosas, siendo una mujer cosmopolita asidua a restaurantes cordon bleu. Si él era más bien un fracasado en la vida y en el amor, ella sin embargo sería una flamante triunfadora a nivel profesional y social, resultándole arrebatadora a cualquier hombre a quien se propusiera conquistar. Pasado un tiempo, Evans se sentía más cómodo refiriéndose a sí mismo como Delphine, pensando como ella, sintiéndose como ella, y sobre todo, cosechando sus éxitos y alimentando sus bagatelas. Ya no quería ser un hombre, ya no quería ser él mismo. Su pseudónimo le había atrapado.

9 de febrero de 2011

Terrores urbanos

Marcos era diferente. Pasaba mucho tiempo hecho un gurruño en su habitación, con la espalda apoyada en la pared diáfana, de la que no colgaban ni pósters, ni calendarios, ni nada. Sabía que tenía que salir de su cuarto y, peor aún, de su casa, para hacer "cosas". Todas esas cosas insoslayables que componen el día a día entre las cuales estaba ir a la escuela. A cualquiera le habría parecido una tarea fácil sobre todo teniendo en cuenta que Marcos vivía muy cerquita de allí, pero no podeis imaginar lo que suponía para él... todo un viaje, un recorrido infestado de peligros y tormentosos trances que hacían de aquel periplo una auténtica agonía. Por eso necesitaba prepararse concienzudamente para afrontar aquella ardua misión.

En primer lugar, salir de casa ya era una hazaña, sin contagiarse con los virus que se cuelan en los pomos de las puertas y que permanecen activos durante semanas en el propio aire. Luego, ya fuera, bajar las escaleras (al ascensor no habría entrado ¡ni loco!, aparte de los pirados con los que se puede uno encontrar está siempre el riesgo de quedarse encerrado, o peor aún, de que el ascensor se descuelgue cayendo en picado... mejor ni le hacemos pensar a Marcos esa posibilidad). Los tres tramos no están nunca exentos de peligros para nuestro joven héroe: cabe la posibilidad de encontrarse con un vecino (que ya de por sí es desagradable), pero también de que alguna mascota haya miccionado en la superficie de un escalón sin que sea apreciable, precipitando la húmeda caída de cualquiera que se distraiga. Eso por no hablar de los riesgos que se pueden suceder de un mal gesto, un resbalón, una torcedura de tobillo... ¡anda que no hay gente que se ha roto la crisma por un par de escalones que se bajan a la ligera! Pero ¿cómo apoyarse en el pasamanos? ¿Cuántas manos y después de hacer qué habrán recorrido esa aparentemente inofensiva superficie ahora colonizada por cualquier sustancia de dudosa procedencia?

Llegar al portal era uno de los momentos más difíciles porque Marcos se encontraba:
        a) En un lugar en el que es más fácil tropezar con gente (con lo que eso conlleva para un niño: posibles besos y apretones de mofletes de manos extrañas, huesudas, húmedas... argh).
        b) En el escaparate de la calle. De ahí, hacia el caos más absoluto de la urbe con sus malos olores, sus sustancias grises, sus humos y sus gentes... ahí es nada.

Y era allí, frente a la cristalera, donde a Marcos le entraban unas inmensas ganas de llorar, de volver a casa, meterse en su cuarto y no salir nunca, nunca.

7 de febrero de 2011

El vértigo de la memoria

De la manera más tonta, Martina se quedó embobada. Era una mañana apacible de domingo, de esas que despiertan perezosas pero con un sol radiante y le dio la ventolera de ponerse a pintar. No un lienzo, ni una acuarela, sino algo mucho más práctico: una banqueta. Aquello desde luego no requería una concentración excesiva así que tomó la brocha y comenzó a pasarla por la madera rítmicamente tratando de evitar que quedara un solo resquicio sin pintar. Y así fue como se le ocurrió aquella idea por primera vez. Revoloteaba en su cabeza desde hacía tiempo, pero nunca le había otorgado el tiempo para que madurase en su interior. Martina se iba a suicidar. Y pensareis ¿para qué demonios pintaba aquella banqueta? O, ¿para quién? Vereis es que no todo lo que hacemos tiene una explicación lógica. Como soy una narradora omnisciente os diré la verdad: es que era lo que le apetecía hacer, sin más, no es que pensara en otra cosa más allá de entretenerse una ociosa mañana desocupada.
Martina no era una de esas heroínas de novela negra con un pasado turbio, ni una persona tremendista que hubiera sucumbido a las penas de una vida ingrata. Era solo una persona que se había cansado de vivir. Se había agotado. No encontraba motivos para levantarse cada mañana y no es que su vida estuviera vacía, precisamente. Es que ya nada conseguía encender esa chispa que antaño asomaba a sus ojos cuando disfrutaba de cada pequeña sensación: un paseo por el parque, la melódica risa de un niño, la contemplación de una obra de arte, el amor... en fin, su mirada se había ido opacando con el paso de los días y afrontaba cada día la ardua tarea de conseguir que su corazón siguiera bombeando. Cada día lo notaba más débil, de modo que esa mañana decidió dejar de esforzarse. Cuando terminó su tarea, tomó entre sus manos con el mayor de los mimos su libro favorito y se tendió en la cama a leer. Echaría muchas cosas de menos, estaba segura, y a mucha gente, pero emprendía un viaje peculiar que también le descubriría otros mundos, quizás otras vidas. Pensó que era mejor no despedirse, marcharse sin hacer ruido, tal y como había vivido. Y mecida en el vaivén de los renglones, se adormeció y se apagó. No fue un suicido al uso, de hecho le diagnosticaron una muerte natural. Nadie supo ni sabrá nunca la forma tan sencilla y dulce en la que abandonó este mundo salvo yo, que soy un ente de ficción que ha dado a luz a Martina, otro ente de ficción. Pero no me digais que no es una bonita historia.

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