Corriendo, como siempre. Así era como se trabajaba en aquella oficina. Era como una jaula de grillos: el jefe vociferando me recordaba a un bulldog babeante, el clásico corrillo de la máquina del café, entre risas de indolente condescendencia, alborotaba el pasillo, y aquí y allá, esforzados becarios y comprometidos compañeros, con los puños remangados y la lengua fuera, sacaban finalmente el trabajo adelante.
Apenas acababa de llegar y ya me sentía como en casa. En realidad era como si hubiera trabajado allí toda la vida. Al fin y al cabo siempre me adscribía al grupo de los pringados trabajadores pero sentía una íntima satisfacción por alcanzar la meta y superar todos los obstáculos. Por supuesto la gloria era para el bulldog. La verdad es que ni siquiera recuerdo su nombre. No el del becerro de mi jefe, sino el de ella. Nunca me había fijado en nadie en la oficina, no podía permitirme el lujo de parar ni un segundo. Además, la verdad es que la relación con mis compañeros era bastante banal, en parte porque supongo que no les resultaba demasiado interesante el clásico larguirucho desaliñado. Me faltaba el cartel en la frente de "Pide, pide, que me comeré yo solito todos tus marrones". El caso es que el entorno era bastante materialista, y nadie daba un duro por mí.
Lo recuerdo perfectamente. Está grabado a fuego en mi memoria. Su rostro, asomando entre una pila de papeles, sus gafas casi al borde de la nariz, el flequillo cayendo desordenado escondiendo aquellos ojos... Y ¡cómo olvidar aquel chaleco!, ¡era horrible!, sólo ella podía llevarlo como si fuera la cosa más normal del mundo. Alguien hizo un comentario soez sobre él, por eso recuerdo que me giré para mirarla. Sin duda, había oído el comentario, pues la pila de papel fue completa al suelo y su mirada era la imagen misma de la decepción y la tristeza. No creo que se percatara de mi existencia, ni en lo que me compadecí de ella. Ni siquiera pude ayudarla a recoger, me quedé petrificado. Sólo sé que la miré, la amé como no he amado a nadie en mi vida y que no volví a verla nunca más. El corazón se me partió en mil pedazos en aquel instante. El tiempo se detuvo. Era ajeno a lo que me rodeaba y a mí mismo y no puedo evitar sentir un desconsuelo profundo cuando rememoro aquel día.
Ahora ya soy un anciano, mi esposa murió hace diez años y no tengo nada que ocultar. Creo que nunca se lo conté, sobre todo por respeto. Nos quisimos mucho, formamos una familia y nunca creí oportuno nublarle el pensamiento con el fantasma de aquella mujer. Sin embargo, periódicamente reaparece en mis sueños o alguna muchacha, con un pequeño gesto, me atrae a la memoria su imagen. Y me hace sentir vivo el hecho de que el corazón se me remueva en el pecho. Fui afortunado por amar un instante que será eterno.