Taller Encantado

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22 de abril de 2010

A simple vista

Estábamos charlando muy animadas cuando repentinamente el cielo se oscureció y comenzaron a caer del cielo unas enormes gotas de lluvia. La verdad es que eso sí que no nos lo esperábamos, así que echamos a correr, pero pronto el pelo empapado y los tacones resbaladizos empezaron a ser realmente molestos. De modo que fuimos a guarecernos al primer sitio con cornisa que encontramos, et... voilà! era una cafetería acogedora y calentita, así que, sin pensarlo más, nos decidimos a seguir nuestra parlanchina tarde delante de un té.

Sin embargo, esta empresa no sería tan fácil de llevar a cabo puesto que parecíamos las últimas en haber discurrido esta idea: el local estaba a rebosar. Nos dirigimos a la barra indecisas, buscando un hueco (que lo había) pero no dos sillas para poder descansar de la apresurada carrerrilla que nos había dejado sin resuello. En el lateral, un hombre leía la prensa y a su lado, al menos, una banqueta y un trozo de barra nos prometían una bebida caliente.

El hombre, que era un caballero, me ofreció su silla con toda la cortesía del mundo sin mirarme en ningún momento, como si fuera de todo punto su deber cederme su asiento. Azorada, le dí las gracias, y de soslayo me percaté de que bebía una copa de vino. Curioso, pensé para mí. Había captado toda mi atención, de modo que ya me costaba seguirle la conversación a mi compañera. No podía evitar seguir pensando qué hacía a esas horas un hombre joven y apuesto, vestido de traje, leyendo la prensa y bebiendo vino. Solo. Al cabo de un instante vació su copa y con un gesto apenas perceptible le indicó al camarero que la llenara de nuevo. Esa no era su segunda copa. Y no era un hombre. Era apenas un muchacho con más responsabilidad de la que podía asumir y que se sentía brutalmente solo. Por eso bebía cada tarde hasta tener que arrastrarse a casa, era la única manera de sacudirse una vida de éxito fútil. Esa clase de triunfador que todo lo tiene y nada le llena porque solo encuentra refugio empapándose en alcohol.

Al cabo de los días, me volvió al pensamiento aquella figura triste y solitaria y recordé. Recordé a Ismael, de niño, corriendo por el barrio detrás de una pelota e inflando el pecho ante su hermano mayor. A simple vista no me había percatado de que era él, pero ahí estaba, ahogando una existencia valdía en un callejón sin salida. Me habría gustado decirle que podía elegir. Que podía dejar de intentar vaciar la botella y salir de aquel lugar. Pero me temo que eso ya lo sabía y no era suficiente.

20 de abril de 2010

La trampa de lo genuino

Cada cierto tiempo un revolucionario viene a recordarnos la importancia de ser genuino, de crear cosas nuevas, de ser diferente y especial en un ataque de verborrea impúdico. Trata de despertar al adolescente incomprendido que todos hemos sido no hace tanto, y que dormita siempre dispuesto a despertar y recordarnos lo mediocres que somos y lo que hemos abandonado nuestros sueños para tener una vida anodina.

A vosotros, tótems de la comunicación, creadores de tendencias, visionarios del porvenir y fauna varia, os digo que os guardeis vuestros consejos para los que os siguen con los ojos cerrados. Lo siento, pero no cuela. No es justo que nos digais que copiamos el pasado, es que sencillamente sin pasado no estaríamos aquí. Necesitamos conocer, estudiar, evolucionar. Pero no nos vendais la moto de que tenemos que ser nosotros mismos (¿quiénes vamos a ser si no? mientras no inventemos la transmutación...) ni de que tenemos que defender nuestra individualidad. Si no somos nada... y quien crea que es algo debería dejar de contemplarse el ombligo para darse cuenta de la vastedad de lo que le rodea. A lo mejor lo que nos hace falta es precisamente recordar, imbuirnos de la nostalgia del pasado, buscar en lo mejor de nuestras memorias para hacerlas renacer con nuevo esplendor.

Pero es más fácil hacernos creer que somos cafres enfrascados en la ingrata tarea de rebobinar la cinta del tiempo para clonar metonímicamente cuanto se nos antoja, así, inconexo, sin explicación ni razón aparente.

Negémonos a ser genuinos, seamos simplemente y olvidémonos de los bucles del tiempo, que inevitablemente nos llevarán queriéndolo o sin querer a recorrer los mismos senderos y nos traerán a todos buenos y malos recuerdos, pero en cualquier caso, nos adentrarán en la esencia de lo que somos y por qué.

Destellos de felicidad

A la postre y sin conocer muy bien la razón, tengo la suerte de padecer gustosa destellos de felicidad intermitentes. Como cohetes que estallan en el cielo cubriéndolo de mil colores, pero tan solo un instante. Luego el ensanchamiento del miocardio se termina y me siento más pequeña. No más joven, sino más chiquita, como si una mano enorme me hubiera estirado todo el cuerpo desde la cabeza y luego lo dejara caer de nuevo.

Del intrincado mejunje hormonal que recorre nuestro cuerpo, quién sabe qué compuesto o reacción tiene la culpa de que se me queden prendados los ojos de la sonrisa de un viajero del metro, o del bostezo de un perro. Solo sé que en un momento dado, todo lo que me rodea me parece hermoso, una pequeña obra de arte que fluye a mi alrededor, una partitura en la que yo soy una corchea o quizás un silencio que se sale del pentagrama para contemplar la sinfonía y saberse en conexión con todo.

Otras veces rabio por no tener a la mano algo con lo que poder escribir, algo con lo que dar salida a las imágenes y las palabras que se acumulan incesantes en mi cabeza. Lucho por retenerlas, pero esa no es su naturaleza y escapan evasivas al fin, para no volver, ¿dónde se esconden la historias que no llegamos a contar? ¿En qué lugar se refugian las palabras nunca dichas, los mensajes que no llegan a destino, las ideas que rehúyen a su creador? Quién sabe, la memoria es débil, cristal fino que se quiebra al contacto con la realidad. Dicen que siempre soñamos, pero que al activar nuestra mente y pensar en el día de hoy, olvidamos todos los mundos en los que hemos pasado la noche, inevitablemente. Y que solo si encontramos una llave que nos abra la puerta de acceso a esos mundos a lo largo del día podemos volver a acceder a ellos.

Será cuestión de vivir menos aquí y más allí, dejándose llevar por los arrebatos de felicidad que nos envuelven, arrastrando nuestros pensamientos tras los cantos de los pájaros, o arrullándolos entre los pétalos frescos de las flores que comienzan a abrir.

Ojos sobre ojos

No es algo en lo que piense a menudo. La verdad es que una vez superado el duelo (y el shock que provocan las catástrofes intermitentes que nos socavan la vida de cuando en cuando), conseguí alejar de mi mente los recuerdos. No fue fácil, se siguieron pesadillas, ataques de llanto, tristeza indefinible... pero por así decirlo, hice el ímprobo esfuerzo de licuar mis memorias como cuando se pisa la uva, para dejarlas discurrir lejos de mí, ya convertidas en otra cosa, diferente y ajena, remota al fin.

Sin embargo, de cuando en cuando vuelvo a ver sus ojos. Ojos sobre ojos. Sus rizos revueltos de niña traviesa recién levantada con la barbilla hundida en su gato persa blanco. Recuerdo que cuando la veía así, con su batita y sus chanclas, me hacía gracia. Pensaba que era como yo misma de niña, aunque mis padres nunca me consintieron tener un gato. Y me daba pena el animal. Parecía un peluche viejo, manoseado hasta la saciedad, siempre tratando de zafarse de las manos regordetas y caprichosas.

Nunca me imaginé que una tranquila tarde de verano una conocida lejana, prácticamente una extraña, me diría que esas manos habían escrito una última carta, o que eso se rumoreaba. Y que ese gato peluchoso se había quedado sin dueña, de repente. No era una niña ya, o al menos no era tan niña. Sin embargo, cuando me viene a las mientes la reconstrucción torpe de su rostro, solo contemplo aquel recuerdo lejano. Me resulta imposible acceder a su última imagen, un tanto más púber y esbelta. Se me escapa entre los dedos como fina arena de playa mientras me sacuden las olas de ojos: ojos de niña y ojos de gato. Ojos sobre ojos.

6 de abril de 2010

Somos pobres

Estamos perdidos en la inmensidad de las cosas materiales que nos rodean. Esa es la verdad: vivimos para trabajar, para ganar dinero y para gastarlo. La espiritualidad se ha perdido, los valores los hemos tirado por el retrete y hemos tirado de la cadena. Somos egoístas, avariciosos, y unos pobres diablos infelices que no se contentan con nada. Dejamos que nuestros niños se queden embelesados por la pastelosa Hanah Montanah y los atriborramos a cosas que ni siquiera nos piden. Viven ya hartos y aburridos de todo desde bien pequeños. Nada les parece suficiente, siempre piden más. Los mayores somos iguales, no obstante. Pedimos que nos bajen el cielo y cuando lo tenemos entre las manos descubrimos que lo que queremos es lo que está más allá.

¿Sabríamos vivir sin la opulencia que nos rodea? ¿Podríamos desligarnos de "las cosas" y empezar otras búsquedas? Y lo digo al margen de la religión, al margen del dogma. Hablo de comenzar un recorrido más inocente, más sincero. Sin mediadores, sin piedras filosofales, solos nosotros y el mundo. El horizonte al final tras es cual el campo se sigue expandiendo.

Brindo por quienes son capaces de dejarlo todo y de emprender un camino difícil pero no imposible, puesto que, aunque no lleguen nunca a puerto, el propio trayecto merece la pena. Ellos no son pobres de espíritu.

Somos ricos

Y no lo sabemos. O peor aún, no lo queremos saber. No se trata solo del "estado del bienestar" sino en el hecho de que tenemos mucho más de lo que podemos llegar a disfrutar. Tenemos más libros que leer que tiempo para leerlos, tenemos más alternativas de ocio de las que podríamos gozar. Todo esto a cambio de hipotecar nuestras vidas y deber siempre dinero (llámese hipoteca, alquiler, letras, plazos, etc.), lo que pega nuestro culo a una silla ocho horas diarias (al menos).

Entonces ¿a qué tanta queja? El ahorro de las familias se dispara. Pues muy bien, me alegro, significa que nos ha vuelto la cordura y ya medimos el dispendio. A lo mejor ahora no nos da igual 8 que 80. Y eso ¿es algo malo? Me lo pregunto porque algunos comerciantes parece que se extrañan cuando decides seguir mirando o buscando otras opciones. Se indignan pero ¿acaso no es lo normal ajustar tus decisiones a tus necesidades?

Pondré algunos ejemplos que me indignan mucho. El jueves me caso. En todo momento he querido preparar algo sencillo, pero (y hablando de posibles) no quería escatimar en gastos para que mi familia comiera bien y mi pareja y yo fuéramos bien vestidos y acordes a la celebración. Objetivo conseguido, o eso espero. ¿Lo necesitamos? No lo creo, nada va a cambiar, seremos las mismas personas que llevan conviviendo años juntas y no nos vamos a querer ni más, ni menos. Pero queremos hacer algo especial y festejar con nuestros seres queridos. Pues adelante.

Ahora viene la parte cómprate-un-vestido-de-novia. Pues la única manera de encontrarlo de conseguir algo acorde a mis gustos ha sido yendo a unos grandes almacenes donde me han dejado a mi bola. La primera tienda a la que entré era lo más parecido al museo de los horrores. Yo le decía a la dependienta que quería un vestido azul o verde y me lo sacaba rojo o negro ¿sería daltónica?. Acto seguido me preguntaba qué idea tenía y cuando se la decía, me recriminaba que tuviera ideas preconcebidas "que luego hacen que cuando te topas con la realidad...". Y es que la realidad era que tenía que haberme dado la vuelta antes, la primera vez que no me escuchó. Al final acabó hablándome de plazos y de que si quería un vestido tenía que encargarlo en ese momento y que estaba liadísima y lo había dejado para el último momento (casi me llamó irresponsable, como si me fuera la vida en ello). En resumen: no sabía o no quería vender, porque sencillamente no tenía lo que yo precisaba y no quería reconocerlo.

La misma escena ayer, en la parte encarga-el-ramo-de-novia. Cuando le pregunto a la florista me dice (ojo al dato) que cuánto pagaría yo por el ramo ¿quería regatear? No lo sé, pero no me decía el precio de la composición que me proponía, como si fuera un gran secreto: hasta cuatro veces se lo pregunté en vano. Tampoco me mostró un catálogo, ni me dio alternativas. Ni siquiera se molestó en preguntarme el color del vestido, nada de nada. Y por supuesto, su última palabra fue que si quería tenerlo a tiempo tenía que encargarlo en ese momento y que estaba liadísima con bodas "de verdad" que tenía el sábado. Más de lo mismo.

Y lo mejor en los dos casos es que ambas quedaron muy sorprendidas cuando no me volví loca y encargué en el momento cualquier cosa. ¿Pero acaso soñaban que con esa actitud venderían algo?

Pues así es, si alguien no quiere esforzarse, el consumidor está en su derecho de elegir y de decir "hasta aquí hemos llegado", porque para eso existe la competencia. Muy gratamente he comprado un vestido bien majo y un ramo estupendo que me van a confeccionar con mucho amor. Porque para eso es, para celebrar el amor.

Resumiendo, somos ricos, aunque no lo sabemos o a veces se nos olvida y, por otra parte, somos libres, así que no debemos ceder a las presiones ni a las prisas. Las cosas llevan su tiempo y bien empleado está si sirve para que nos sintamos satisfechos después y seguros de nosotros mismos.

Sitios que he visitado