Taller Encantado

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17 de febrero de 2013

Desenchufada

En todas las casas hay un cajón dedicado a guardar cables y más cables. Herramientas que un día sirvieron para conectar dispositivos entre sí, cargar baterías, alimentar aparatos, permitir transferencias de datos y extraer informaciones en forma de archivos, sonidos o imágenes.

Su función es muy clara y específica en función del puerto de salida y el de entrada de modo tal que resulta imprescindible el uso de uno u otro en base a la tarea requerida. Pero como sucede con todo en esta vida, un buen día, cambiamos de periférico y necesitamos un cable nuevo, que viene a sustituir al anterior que va directamente... ¡al cajón de los cables! Ese pequeño cementerio de la comunicación digital acumula en su interior todo un repertorio de protocolos de diálogo echados a perder... pero ¿a quién le importa? Los ponemos todos juntitos para que se hagan compañía en su desconexión y a seguir comprando nuevos cables condenados a un futuro similar.


Somos crueles sin saberlo con todo aquello que almacenamos en un cajón, relegándolo al olvido pero sin terminar de darle carpetazo. Creadores del limbo de la tecnología, nos erigimos en pequeños dioses déspotas incapaces de comprender hasta que punto somos víctimas de la obsolescencia programada que nos impulsa a seguir fagocitando cada novedad que sale al mercado. ¿O es que necesitamos alimentar los cajones con cosas? ¿Nos satisface llenarles las fauces de objetos inanimados para que sacien su apetito y nuestra necesidad de que "cada cosa esté en su sitio"?

¿Pensamos de veras que son los cables los que nos permiten comunicarnos con el mundo? Pues yo propongo la rebelión: fuera comunicación cableada, volvamos a las conversaciones mirándonos a los ojos, a los apretones de mano, los abrazos y los guiños. Esos no caducan, no generan basura, ni tienen dobleces ni dan lugar a engaños. Solo se almacenan en la memoria y en el corazón, pero sin necesidad de intermediarios, un chute directo y sano al cerebro, una pequeña descarga que no necesitará nunca ese pequeño y horrible lugar en el que se desechan los restos del naufragio: un cajón de cables.

El velo

Hay noches en las que el frío solo se aturde con el movimiento. Si estás calado hasta los huesos a lo mejor resulta más difícil, pero qué remedio si estás lejos de casa. Aprietas el paso con la esperanza de que la sangre en movimiento temple tus extremidades ateridas y tratas de concentrarte en una única idea: llegar.

Eso si tienes suerte y algún destino te aguarda. Un techo, un lugar en el que descansar, en el mejor de los casos algún tipo de compañía. Al menos si no te has dado ya por vencido. Puede que te suceda lo mismo que a mí y ya hayas dejado de buscar. ¿Eres de los que ha tirado la toalla? Bienvenido al club. Llegó un momento en el que me di cuenta de una verdad fundamental: estamos solos. No en el sentido físico, puedes tener pareja e hijos, compañeros de piso, una familia... pero no te engañes, estás solo. Te darás cuenta en el momento más inoportuno, puede que en algún momento en el que estés compartiendo tu desierto interior con los otros mientras anestesias los sentimientos de profunda soledad que te atenazan. Intentarás ser positivo y puede que incluso lo consigas...

En otras ocasiones no tendrás tanta fortuna y a lo mejor te darás cuenta de que estás rodeado de cosas que no necesitas y que han venido a llenar espacios y momentos. Excusas sobre excusas para no pensar, para evitar descubrirte a ti mismo lo que en el fondo de tu corazón tan bien sabes.

El hombre solo puede seguir adelante así, como los caballos a los que se les tapan los ojos para que no tengan ocasión de temer a aquello que les rodea. Al igual que ellos somos animales asustados solo que nadie nos ayuda a avanzar y el velo sobre los ojos nos lo tenemos que autoimponer para poder sobrevivir. El problema es que a veces se nos cae y tenemos que enfrentarnos a la verdad. Y duele.

Sitios que he visitado