Taller Encantado

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18 de agosto de 2009

Sombras y humo

Su mundo se derrumbaba cada día un poco más, parecía un lienzo fresco sobre el que las manos de un niño habían estado desdibujando los contornos. Cuando se miraba al espejo no veía más que la sombra de quien pudo llegar a ser, una suerte de creación muda a la que el escultor había dejado a medias. Pronto tendría que irse desprendiendo hasta de ese reflejo vago al que, en todo caso, tampoco llegaba siquiera a compadecer, tal era su alienación.

La soledad ya era una costumbre, y, realmente, lo extraño era tener algún tipo de compañía. Su televisor de, con suerte, tercera mano, llevaba meses estropeado así que ni siquiera las voces huecas e inertes de los bustos parlantes podían hacerle sentir el requiqueteo lejano y metálico de la voz de otro ser humano.

La ciudad estaba desierta y arrasada y JC se había acostumbrado a caminar entre ruinas. Ya lo estaba desde antes de que todo ocurriera ya que su estúpida vida no dejaba ni un resquicio a la esperanza. Alguien le dijo una vez que vivir era componer cristales rotos una y otra vez. JC sencillamente trataba de encontrar un camino indefinido sin cortarse más de la cuenta. O quizás había comprendido que hay puzzles que siempre permanecen incompletos porque no se concibieron para encajar sino para ser jirones desgajados sin más. El humo reptante seguía escapando por encima de los escasos edificios tuertos a los que les quedaba una pared en pie. Escapaba rumbo a un cielo gris y nefasto del que eventualmente caían unas gotas de lluvia corrosiva y abyecta. JC también sabía que la ciudad apesta y esa lección también la aprendió siendo un niño. Pronto la noche llegaría y las alimañas saldrían de su escondite. Aunque en realidad la noche y el día apenas se distinguían, la luna herida, saldría en algún momento, y con ella los ojos que dominaban la noche saldrían de caza.


El frío empezaba a calarle hasta los huesos una noche más y su cuerpo cada vez más enjuto y dolorido no encontraba descanso en ningún lugar, ni siquera en aquella pocilga de techo larvado en la que había acumulado unas cuantas cosas prestadas de aquí y allá. En cualquier caso, sus legítimos dueños estarían ya a la cola para entrar al maldito infierno como sin duda pronto lo estaría él mismo. Pero no se daría por vencido antes de agotar su última botella de whisky y fumarse su último pitillo. Ese era por el momento su horizonte más inmediato. Después quizás engrosaría esa larga, eterna e inacabable fila de pobres diablos que nada hicieron en vida salvo gastar el aire y manchar con su presencia las calles enfermas de una civilización podrida y autodestructiva.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gusta la descripción que haces de una vida fracasada y su analogía con una ciudad corrompida y en ruinas.
Ahora bien, no deja de sorprenderme que en el intervalo de unas horas puedas escribir algo tan oscuro y pesimista junto con un relato tan bello y mágico.

Aurora Rey dijo...

inquietante!!! la soledad!!! digno "amigo" cuando alguien la busca, desquiciante y abyecta cuando se ha adueñado de tu vida. Poco resta de ahí al sinsentido del personaje. Su presencia huele a ruina, a harapos.

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