Taller Encantado

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22 de agosto de 2009

La Dama Blanca II

No abundan chicas como Linda en las noches de los bares de carretera. Sus contundentes facciones contrastan con la ligereza de sus piernas constreñidas en medias color humo. Sus movimientos felinos son más evidentes que sugerentes, tanto que le haría a uno perder la cartera, la cabeza desde luego ya la habría perdido al entrar en un antro de mala muerte como La Dama Blanca. Allí se congregan cada noche toda clase de perdedores y de desertores de la pluma y los pinceles. O eso queremos creer, que nos han abandonado las musas y por eso las buscamos en el fondo de un vaso de licor o en las corvas de las coristas caprichosas que se contonean coquetas mientras esconden su desprecio hacia las sudorosas manos que tratan de alcanzarlas entre sus sueños etílicos.

Linda era poesía dadaísta pura, con sus ojos de gata melosa y su capacidad de incrustarte una patada en la entrepierna de las que hacen a un hombre de dos metros llorar como un niño. Por eso era la encargada de la barra y quizás la única capaz de soñar con un horizonte más allá del rimmel y los lunares postizos. Con su marcha ha agitado de nuevo mi necesidad de escribir y, sin premeditación puede que me haya hecho despertar del letargo avinagrado de frustrado autocompasivo que me había arrastrado a las desdibujadas catacumbas del despropósito.

Cuando entré en La Dama Blanca por última vez comprobé que esa noche no podía estar más lejos en la escala cromática de lo que indicaba su nombre. Es más, el aire estaba más sucio porque no lo purificaba Linda respirándolo con su naricita chata, esa por la que desprendía el humo de su tabaco de frutas y que me separaba a intervalos regulares de sus ojos candentes. En esos momentos, mi mirada absorta se debatía entre su generoso escote y las ondas de su descarado peinado con desiguales resultados. A Linda le daba igual, no estaba en aquel antro para hacer macramé, y quién sabe en qué pensamientos navegaría aquella diosa del carmín y los postizos...

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