Taller Encantado

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18 de agosto de 2009

La Dama Blanca I


De las noches en La Dama Blanca me queda solo la resaca de nicotina y la aversión visceral a las sonrisas torcidas que huelen a esa mezcla de eucalipto y alcohol barato. Me cansé de sacudirme las miradas de los tacones y las medias de raso tanto como de despejar la barra de borrachos tristes, de esos que solo hablan con la botella hasta que la botella les habla a ellos.

Allí conocí a la clase de tipos que solo puedes conocer en un antro que abre hasta el amanecer, cuando los gatos, que son los verdaderos amos de la ciudad nocturna, estiran sus flexibles cuerpos ante la llegada de los primeros rayos de sol y yo tengo que retocar de nuevo mis pestañas apelmazadas y la máscara que cubre ese cansancio denso de pasar la noche en pie espantando moscones y vigilando la caja. Por supuesto también pude ver que la escoria no sólo nace en los agujeros malolientes sino que se hace, a imagen y semejanza de la basura que respira a su alrededor.

Cada noche asistía a un nuevo desfile de coristas emplumadas, tipos "duros" de esos que se echan a llorar hablando de su infancia a la tercera copa y todo un variopinto repertorio de esperpentos, unos deslenguados, otros retraídos, unos mirones empedernidos, otros que estaban deseando desplomarse para tener un suelo donde dormir un par de horas. Por decirlo de alguna manera era el clásico último garito en el que acababas si no tenías otro lugar al que ir.

Puede que los únicos que estuvieran allí por gusto fueran los chicos de la banda. Desde luego, esos genios podían pasar toda la noche improvisando sus canciones. Nunca hablaban con nadie, ni dejaban su instrumento, parecían estar muy lejos, tocando esas canciones que olían a melancolía y tenían el mismo tacto que los sueños rotos que nos congregaban a todos allí una noche tras otra. Las chicas que bailaban allí delante de un decorado tan irreal como sus propios cuerpos zarandeánsose sobre el escenario pertenecían a un mundo ajeno al de los hombres grises y beodos que trataban de regurgitar agrios piropos mientras no podían evitar perder una dignidad que quizás nunca tuvieron.

Esas noches en La Dama Blanca fueron mi escuela en la vida. Por eso nunca confundiré una mirada lánguida con la de un embaucador embustero, ni el amor con el capricho pasajero que nace a la sombra de un bourbon. Cuando se sale del agujero solo se puede ir a mejor, al menos hasta eliminar la media sonrisa impuesta por esos humoristas de rancia pajarita que no consiguen reprimir sus bufonadas sin gracia: más que hacer reír hacen sangrar las pupilas soñolientas de los parroquianos.

1 comentario:

Aurora Rey dijo...

me has sorprendido lolita!!! este micro relato parece muy real, psicológico, un pequeño entrante a la vida de los bajos fondos, a la sordidez del alma humana. Y es que para el o la que está detrás de la barra de un bar como este descrito, está ante el libro de las mil y una noches...cientos de historias como cientos de hombres.

me ha gustado mucho este retrato

bicos!!!

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