A veces, cuando uno está muy triste y abatido, cuando ya no tiene fe en nada, ni puede confiar en nadie, cuando queda aplastado por su ceño fruncido, viene el ángel alado de la nostalgia a pintarle una sonrisa en la comisura de los labios.
Marcos se encontraba en plena vorágine autodestructiva de reproches y amarga pena cuando su ángel apareció. Al borde de un estanque, exhausto de llorar y agotado de pensar en su desgracia, vió cómo en las aguas se reflejaban unas blancas y enormes alas, de entre las cuales emergió una mirada violeta. No se asustó puesto que era un ser muy plácido aquel que venía a proporcionarle consuelo y alegría. Sus pálidas y ágiles manos se curvaron hasta formar una concavidad con la que contarle un secreto al oído.
Bajito, muy quedamente, el ángel le pidió que cerrara los ojos y recordara cuando era niño. Ahora Marcos no contaba más de seis años y venía su tío desde Francia. Le quería mucho, a pesar de que le habría visto tres veces en toda su vida. Él le acariciaba el pelo y mientras sonreía le decía que había algo detrás de su oreja. Y allí mismo, por arte de magia y al retirar su mano había al menos diez caramelos de distintos colores. A Marcos se le escapó una sonrisa de felicidad plena y al abrir los ojos estaba solo, pero la angustia había desaparecido.
Sólo yo conozco ese secreto, puesto que soy quien ayuda a los ángeles a arreglar sus plumas, a cuidar su nívea piel y a buscar los momentos felices de aquellos a quienes rescatamos de la tristeza. Y es un honor.