Taller Encantado

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12 de septiembre de 2008

Lancé la mano al viento...

Lancé la mano al viento decidida a atraparlo pero siguió jugueteando con las corrientes de aire y tan solo pude rozar con los dedos su suave superficie blanca, recortada bajo un intenso cielo azul. Luego estuve correteando hasta ver cómo ascendía y se elevaba libre, lejos de mí.

El sonido intenso de las chicharras y el olor a polvo veraniego se pegaron respectivamente a mis oídos y al sudor de mi frente y, acalorada, no pude evitar pensar que aquel remolino de viento se llevaba consigo los deseos de otros. Había de estar demasiado preñado ya de plegarias y esperanzas ajenas, esa era la razón de su rápida huida.

Con la vista clavada en el pequeño punto que se esfumaba mimetizándose con el aire, sentí una profunda ausencia de fe y me golpeó la idea de la inevitabilidad de que mi sueño nunca llegaría a convertirse en realidad.

Quién iba a decirme que esa profunda desazón, ese desengaño triste y fortuito, era el preludio de una lenta agonía: el final de la juventud y el comienzo de una vida gris y zafia en la que las aspiraciones que habían cristalizado dentro de mi se quebrarían para quedar pulverizadas y ser arrastradas por vientos imprevisibles.

Somos niños a los que se nos ha escurrido de entre los dedos un diente de león.

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