
Quien se ha sentado frente al Museo Arqueológico de Estambul, rodeado de las ruinas de civilizaciones antiguas y ha escuchado el rumor del viento entre las hojas sabe que hemos olvidado el lenguaje que éstas articulan. Pero si se cierran los ojos y se siente la claridad tamizada por la verdura silbante, si se agudizan los sentidos y se permite a los espíritus dormidos habitar por un instante en lo más remoto de nuestro ser se puede rozar el cielo con la yema de los dedos.