Taller Encantado

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30 de noviembre de 2009

Ella

Marina es el brillo deslucido de una foto en penumbra. No creas que es poco para mí, pues es más bien un tesoro... como esos que guardábamos de niños en las cajas de latón de las galletas, o que escondíamos de los ojos impertinentes que no tuvieran nuestro permiso para acceder a la quintaesencia preservada en un trozo de papel o en una entrada de cine roída por el roce de los vaqueros. Las horas transcurren ligeras mientras mi mirada acaricia una y otra vez ese perfil cubierto por el velo de la sombra.


Así, anónima en su abstracción, Marina puede ser todo lo que yo quiera que sea. Sus ojos pueden estar mirándome al fin con ternura, su sonrisa pícara puede presagiar un beso furtivo. Reposa su figura en la más exquisita de las inconcreciones, callando el secreto de sus pensamientos como lo hiciera siempre, por más que yo pretendiera arrebatárselo e incluso plasmarlo en una fotografía, ¡qué ilusa! ¿Acaso me atreví a amarla alguna vez? Solo en la intimidad de mi imaginación fui consciente de la veneración que llegué a sentir por aquel ser que parecía de otro mundo. Si concentro mi atención en sus cabellos, presumo que puedo sentir su tacto sedoso, si atisbo sus breves labios, siento su calor en los míos.

Marina viene y va, como el mar, las oleadas de su recuerdo van invadiéndolo todo hasta que la marea sube todo cuanto es posible. Luego, vuelve a bajar y la superficie de su retrato se torna fría, distante, incognoscible de nuevo. Pero sé que volverá de nuevo a anegar mi entendimiento, a ahogar mi llanto, a sofocar mi pena y es entonces cuando la quiero más, cuando más deseo estrechar su mano difusa, rozar su cuello y fundirme con su cuerpo y su alma. Ser en fin, las dos una, aunque siempre preferiré morar entre las sombras a su lado y vivir entre los murmullos que le susurre al oído a que Marina salga de su figuración para terminar sollozando en los precisos vértices de la realidad enclaustradora.

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