Taller Encantado

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30 de septiembre de 2011

El umbral

Cuando padeces dentro de los límites de tu piel un dolor físico, al menos esta barrera le sirve de frontera. Dependiendo de su naturaleza puedes controlarlo e incluso tu propio cuerpo se impondrá un nivel de cordura, adormeciendo la zona afectada o incluso bloqueando los receptores del dolor. Es una reacción totalmente natural que nos protege y palia la brusquedad con la que se produce el daño, tratando de imponer un equilibrio razonable. Puede no ser un gran consuelo, pero convivimos con el dolor cada día y eso debería darnos redaños para enfrentarnos a él o al menos ayudarnos a acotarlo e irlo venciendo.

Sin embargo, todo cambia cuando la diana es un ser querido, se desbordan los umbrales del dolor porque inevitablemente acusas un mazazo más profundo que el que produce una herida, un golpe o una fractura. Quisieras poder arrancar todo su padecimiento, mantener a salvo a esa persona, mimarla, restituirle la alegría arrebatada y verla reír como antes. Salvarla para siempre de cualquier tipo de padecimiento. Pero ¿no es acaso el dolor parte de la vida? ¿No se supone que es el propio recorrido vital el que debe hacernos aprender para saber llevar esa lacra? Siempre las mismas preguntas sin respuesta, vagando por nuestras cabezas, son las que nos abducen del espanto de ver a un ser querido desarmado, bregando por superar el obstáculo destructor del dolor. Nada puede librarnos de ello, aunque bien es cierto que en contraprestación los momentos de placer, algunos extrañamente imprevistos, nos provocan picos de felicidad que llegan a hacernos pensar que todo este circo merece la pena. Habrá que resarcirse disfrutando de esos instantes hasta que nos llegue el momento de superar el umbral.

31 de agosto de 2011

Adiós al verano


La cruel constatación de que el verano expira en el último aliento de agosto está aquí: un cielo plomizo acompañado de un viento suave y el olor a tierra mojada que ya trae consigo los ecos de los otoños ya vividos. La consabida cuesta de septiembre, el guardar los pantalones cortos y colgar los pensamientos en nuevos proyectos y citas anuales: el mercado medieval, el festival de cine de Sitges...


Retomar la actividad y cerrar el paréntesis del verano. Concentrarlo todo en el día de hoy porque es el último y cerrar el cajón hasta el año que viene en que lo abriremos de nuevo para sacar las ganas de bajar a la piscina, comer en el campo o visitar una ciudad antes desconocida.

El nuevo ciclo se abre y reconozco que me inquieta.

29 de agosto de 2011

Juego de niños


Mi abuelo falleció cuando era aún relativamente joven. A sus sesenta y dos años y ya postrado en la cama a causa de un prematuro infarto, sufrió una terrible pesadilla. Se debatía entre sueños farfullando sílabas deslavazadas a las que no conseguía darles un sentido. A pesar de su obvio sufrimiento, la prudencia me indicaba que no sería bueno despabilarle y esperé a que emergiera del infierno de la noche haciendo acopio de sus propias fuerzas.

Cuando consiguió despertar, gruesas lágrimas rodaban por las mejillas que la enfermedad había convertido en cuencas cóncavas y sin apenas color. “Era solo un juego”, decía, “solo un juego”. Le abracé y arrullé como habría hecho con un niño. Cuando se hartó de llorar el cansancio se apoderó de su débil cuerpo y cayó rendido, esta vez en lo que parecía un profundo sueño reparador. Unas horas después parecía otro, hasta un ligero rubor le había subido a la cara, anunciando el advenimiento de sangre renovada y con ello nueva vida y calor.

Aunque por aquel entonces nunca me llegué a plantear que el final de sus días estuviera tan próximo, he de reconocer que era realista y sabía que su estado de salud era delicado. ¿Debía preguntarle por aquel mal sueño para que pudiera liberarse de él? Le consulté a mi esposa qué debía hacer. Ella consideraba que no era buena idea traerle a las mientes una pesadilla que le había afectado el humor de tal modo. Pero mi curiosidad fue más fuerte y uno de los días en los que pudo salir al patio a tomar el fresco (los meses de invierno fueron de obligatoria reclusión y la primavera apuntaba a ser cálida) empezamos a charlar sobre cuáles habían sido nuestras peores pesadillas. Rememoramos algunos de los pasajes oníricos más descabellados que habíamos visitado y cómo no las recurrentes pesadillas comunes a todos los mortales: despertarse sobresaltado tras sentir que caemos al vacío, descubrirnos en medio de una guerra, mirar los ojos de alguien que sabes que no es quien parece ser… No parecía recordar su sueño descorazonador, aquel que le había sumido en una terrible tristeza. Sin embargo, cuando le comenté que había hablado de un juego su tez se inmutó sobremanera. Quedó lívido por un instante de forma tal que solo se repitió el día de su muerte.

Y a continuación, en lo que parecía ser un tránsito, narró su secreto. Creo que si en el transcurso de ese discurso yo hubiera emitido siquiera el más leve ruido, jamás habría conseguido conocer la historia hasta el final. Mientras hablaba ningún pájaro sobrevoló el jardín, ni el agua parecía correr ni el viento osó acariciar nuestros cabellos. El mundo enmudeció para escuchar la voz quebrada de un anciano que me contó cómo su hermanito pequeño había contraído una enfermedad extraña que nadie sabía cómo tratar y pasaba los días postrado en cama.
Mi abuelo, sin embargo, era todo un torbellino. Solía desafiarse a sí mismo retándose interiormente: “Si llego a la esquina antes que aquella señora, conseguiré ganar la competición de natación”, “Si alcanzo a Pedro antes de que llegue a la cuesta, mi madre me regalará caramelos”. Y siempre lo conseguía, una vez tras otra, sus pequeños retos alcanzaban su recompensa, lo que le llevó desear la recuperación de su hermano. Debía alcanzar el éxito enfrentándose a un reto complicado puesto que la recompensa sería inmensa. Así que pensó tomar prestado el reloj de su padre y subir a lo alto del campanario de su pueblo. Lo había hecho mil veces y sabía que los escalones eran exactamente 166, así que se dijo a sí mismo que si conseguía llegar abajo antes de las doce, su hermano se curaría. Se lanzó a tumba abierta como nunca en su vida, sobrevolando los escalones sin apenas pisarlos, con el corazón en un puño y respirando a trompicones. Y un instante después de que hubo posado su pie derecho en el suelo, alcanzando el suelo tras el último peldaño, vio para su alegría cómo el reloj marcaba las doce en punto. Lo había logrado, después de todo el esfuerzo y la energía que había supuesto en aquella empresa.

Aún sin haber recuperado el aliento arrancó a correr calle abajo con la ilusión guiando sus pasos. La casa estaba a oscuras, como siempre, para proteger la delicada salud de su hermanito del calor y del exceso de luz, pero algo parecía diferente. El estruendo del mecanismo del reloj de pared resonaba en toda la casa dándole su habitual aspecto fantasmagórico. Y muy al fondo, los sollozos de su madre le indicaron que algo iba realmente mal, de modo que el corazón se le disparó, esta vez de forma irregular. Su hermano había muerto. Exactamente a las doce en punto, según el doctor Millán. No podía creerlo, no entendía la burla del destino. Miró el reloj de su padre y a continuación el de la pared cuyo estruendo le taladraba los oídos. Estaba retrasado. Menos de un minuto: veintisiete malditos segundos. Los recordaría toda la vida.

Tampoco yo olvidaré la muerte de mi querido abuelo, el día veintisiete de diciembre a las doce en punto, según el doctor Salcedo. Descanse en paz ahora que el juego parece haber llegado a su fin.

26 de agosto de 2011

Vivir dentro de los libros

De un tiempo a esta parte escribo poco. También duermo poco y hablo bastante menos de lo que solía ser la tónica habitual. Me apetece más escuchar y ver. Me siento más cómoda viviendo dentro de los libros, siendo testigo de historias totalmente ajenas a mí. Navegar por épocas pasadas o futuras, reales o ficticias me proporciona una paz interior que me reconcilia con el momento en el que vivo hoy. Ese escurridizo presente que a veces se torna arcilla impidiendo que fluya el tiempo y que en otras ocasiones se fuga como el viento.


Me siento cómoda en el artificio literario porque detrás de cada frase hay otra persona. Cuando leo entro en íntima comunión con otro ser que sin embargo no deja de ser un completo desconocido y eso es a la vez inquietante y sugerente. Nadie se desnuda más que quien escribe. Y por eso encuentro cada vez menos arrojo para desprenderme de mi intimidad, dejando mis palabras al descubierto.

A medida que cumplimos años perdemos el talento para expresarnos con claridad porque el engranaje de nuestros pensamientos se complica. Percibimos tantos matices y nos volvemos tan tolerantes a todo que la senda de la sencillez se retuerce y nos confunde. Ya no somos capaces de mostrar de forma diáfana casi nada porque no alcanzamos a ver en la maraña de nuestras experiencias, nuestras ilusiones y nuestras contradicciones.

Pero, a pesar de todo, estoy dispuesta a continuar con el reto. A esforzarme por ejercitar el músculo literario y recoger el guante que yo misma me arrojo. Porque pensar es escribir en el aire y ya es hora de que todas esas historias que he dejado que se escabullan de ser fijadas y expuestas a los otros busquen ojos ávidos de breves lecturas o personas a las que les guste ver, escuchar y leer, que no es en suma otra cosa que vivir mil vidas en una.

11 de julio de 2011

La anticipación del desastre

Leo una novela que se titula Las ilusiones perdidas. ¿Qué se puede esperar? Son cientos de páginas en las que paulatinamente se anticipa la derrota, la imposibilidad de alcanzar el éxito o al menos una estabilidad razonable.

Y no puedo evitar sentirme identificada esperando, tratando de asumir que el abismo se abre unos pasos más allá y que no puedo detener mi marcha. En mi caso, no se trata de que la gigantesta boca de la nada me seduzca, no escucho cantos de sirena ni me ha maravillado la belleza de la imposibilidad de escapar. Es que el camino está marcado y mi cuerpo anclado a él por un magnetismo irreductible: el del destino. Cumplo, como en el caso de las más oscuras profecías, el arcano futuro que me fue marcado a fuego en la ruleta de la suerte.

Avanzo sin esperanza ya, de tan próximo como siento el cumplimiento de mis pesadillas. El descanso es imposible, el sueño otra derrota más que sumar a las muescas de mi desesperación y entre tanto solo incertidumbre y desasosiego.
El corazón al galope, la boca seca y los ojos cerrados para caer al vacío.

27 de junio de 2011

La cabra tira al monte I

Pensaba yo que era un tópico, pero nada más lejos: hay tendencias ocultas en nosotros que se despabilan ante el inmenso foco de atracción que hace que gravitemos en torno a él sin apenas darnos cuenta. Un resorte invisible nos impulsa, sin que seamos ni mucho menos conscientes de ello, a encaminar nuestros pasos hacia tal o cual punto del camino. Nos mueve la víscera, no somos capaces de racionalizar nuestros actos sino mucho después de actuar, en el mejor de los casos. Y para entonces solo podremos ver la punta del iceberg, puesto las propias raíces de los deseos están tan imbricadas en nuestra historia personal, en nuestras experiencias previas y en las esperanzas que depositamos en dichos deseos que es imposible rastrearlas.

Así que si un día te ves literalmente absorbida por una obra de arte, o encuentras fascinantes los ojos de la chica que se ha sentado frente a ti en el metro, desiste en tu empeño por encontrar el por qué. Te han atrapado. En algún lugar, en alguna forja del más allá, alguien o algo tuvo la deferencia de crear un vínculo indisoluble que hará que en ciertas ocasiones te subyugue la belleza. O quizás sea cuestión del azar más absoluto, para quien quiera creer en él... sea como fuere cuando tiene uno la fortuna de quedar atrapado es su obligación contarlo y ése es el por qué de este inicio de breves relatos en los que iré describiendo esos momentos tan especiales.

1.- Las librerías
Si tuviera que elegir una tienda en la que vivir, elegiría siempre una librería. En concreto hay una, no diré dónde ni su nombre, que me atrae como un fortísimo imán. Sé que podría pasar allí el resto de mi vida y que por muy larga que fuera no agotaría nunca la lectura. Hay tantos libros nuevos como viejos y seguramente tantas historias que podría vivir cientos de vidas que me son ajenas. Vivir para leer podría ser un objetivo precioso en la vida si pudiera hacerlo y no creo que llegara a cansarme si pudiera navegar a mi antojo entre las diferentes lecturas. Se abre ante cualquiera que entre allí un proceloso mar de tinta preñado de las olas que forman las páginas al pasar. Sería un náufrago dichoso.

Miedo al rechazo

Cuando te dicen que no, algo se te rompe dentro. Un breve pero seco crujido, inaudible en la mayoría de las ocasiones, se propaga con una onda expansiva de desilusión. Como una luz que se apaga paulatinamente y va dejándolo todo sumido en la sombra, así se extiende el vacío en el que solo arraiga la tristeza.

El no es la puerta cerrada, la línea cortada, el café derramado y la soledad manifiesta. Decir no es convertirse en juez y verdugo, en ladrón de sueños y cómplice de la desdicha. Segar tijera en mano la ilusión puesta en la formulación del deseo, arrastrando al otro al pozo de la insatisfacción.

Recibir un no te hace pequeño porque te hace sentir la desmesura de tus pretensiones, el espacio que te separa de tus anhelos y la terquedad del universo, siempre obligándote a conformarte, a poner buena cara y tener que seguir adelante.

3 de mayo de 2011

Engullido

Soñó que le tragaba el colchón. Dormía plácidamente como mecido por olas calmas, seguro y calentito, lejos de toda causa de perturbación. Vagaba su mente ausente, se dejaba llevar tranquilo cuando debajo de su cuerpo percibió que se abría una grieta. Aquello no le produjo ninguna inquietud. Aunque lejos de su cuerpo, su consciencia le decía que no tenía nada que temer, tan solo era un lugar por el que había que pasar, y así, naturalmente, se dejó de nuevo conducir por aquella zona apacible y serena por la que, estaba seguro, cabría sin problemas. Primero fueron sus pies los que se introdujeron allí. Sintió un cosquilleo juguetón al pasar por las paredes abultadas que se abrían como esponjosos labios, luego fue descendiendo todo su cuerpo hasta que solo quedaba su torso por introducirse en aquel lugar. Ya tenía ganas de poder abrir los ojos al otro lado y ver qué habría allí. A medida que era succionado se sentía más en paz consigo mismo, como si el aletargamiento le estuviera conduciendo a un estado alterado de conciencia que le hiciera ser inmensamente feliz. Al pasar su pecho por aquella zona de transición, algo comenzó a ir mal: era la constatación de que sus hombros no cabían, se ahogaba, le faltaba resuello y aquellos labios plácidos eran ahora fuertes fauces que le querían engullir pese a su voluntad de salir inmediatamente.

Esta mañana tenía el despertador puesto a las seis y media de la mañana. Es la hora a la que me levanto para darme una ducha, desayunar y llegar a tiempo a la oficina. Sin embargo, una hora antes, en torno a las cinco y media, los gritos de mi marido me han despertado de golpe. Aullaba de dolor y profería palabras que no lograba comprender; le he zarandeado del hombro aún a oscuras para que despertara pero seguía inmerso en un sueño que parecía desolador. Cuando he encendido la luz, ahí estaban sus hombros y su cabeza, pero no el resto de su cuerpo. Una magia extraña ha hecho que el colchón absorba parte de su ser. Cómo no mirar debajo de la cama: he encontrado mi coletero y sus zapatillas de estar por casa, nada más. Se ha despertado al fin tras un largo y angustioso rato. Al ser consciente de su situación ha pensado que lo mejor era volver a dormirse, así que al irme he ido a darle un beso en la frente como cada mañana y le he dejado sumido en un sueño que ¿quién sabe dónde le llevará?

Sitios que he visitado