Taller Encantado

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7 de febrero de 2011

El vértigo de la memoria

De la manera más tonta, Martina se quedó embobada. Era una mañana apacible de domingo, de esas que despiertan perezosas pero con un sol radiante y le dio la ventolera de ponerse a pintar. No un lienzo, ni una acuarela, sino algo mucho más práctico: una banqueta. Aquello desde luego no requería una concentración excesiva así que tomó la brocha y comenzó a pasarla por la madera rítmicamente tratando de evitar que quedara un solo resquicio sin pintar. Y así fue como se le ocurrió aquella idea por primera vez. Revoloteaba en su cabeza desde hacía tiempo, pero nunca le había otorgado el tiempo para que madurase en su interior. Martina se iba a suicidar. Y pensareis ¿para qué demonios pintaba aquella banqueta? O, ¿para quién? Vereis es que no todo lo que hacemos tiene una explicación lógica. Como soy una narradora omnisciente os diré la verdad: es que era lo que le apetecía hacer, sin más, no es que pensara en otra cosa más allá de entretenerse una ociosa mañana desocupada.
Martina no era una de esas heroínas de novela negra con un pasado turbio, ni una persona tremendista que hubiera sucumbido a las penas de una vida ingrata. Era solo una persona que se había cansado de vivir. Se había agotado. No encontraba motivos para levantarse cada mañana y no es que su vida estuviera vacía, precisamente. Es que ya nada conseguía encender esa chispa que antaño asomaba a sus ojos cuando disfrutaba de cada pequeña sensación: un paseo por el parque, la melódica risa de un niño, la contemplación de una obra de arte, el amor... en fin, su mirada se había ido opacando con el paso de los días y afrontaba cada día la ardua tarea de conseguir que su corazón siguiera bombeando. Cada día lo notaba más débil, de modo que esa mañana decidió dejar de esforzarse. Cuando terminó su tarea, tomó entre sus manos con el mayor de los mimos su libro favorito y se tendió en la cama a leer. Echaría muchas cosas de menos, estaba segura, y a mucha gente, pero emprendía un viaje peculiar que también le descubriría otros mundos, quizás otras vidas. Pensó que era mejor no despedirse, marcharse sin hacer ruido, tal y como había vivido. Y mecida en el vaivén de los renglones, se adormeció y se apagó. No fue un suicido al uso, de hecho le diagnosticaron una muerte natural. Nadie supo ni sabrá nunca la forma tan sencilla y dulce en la que abandonó este mundo salvo yo, que soy un ente de ficción que ha dado a luz a Martina, otro ente de ficción. Pero no me digais que no es una bonita historia.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

sí!!, es una historia preciosa, eres un crack, me encanta y te felicito, lo de los entes de ficción es un puntazo, y la manera de morir es la mejor que se me puede ocurrir. Un besote. Al

Lolita blues dijo...

Estoy nivolizada... es por tu culpa, candonga ;)

Anónimo dijo...

me alegro de que te hayas nivolizado lo haces muy bien, Unamuno estaría orgulloso de ti.
Te recomiendo la novela de Don Sandalio jugador de ajedrez, un abrazo.

Lolita blues dijo...

Solo hace falta que la encuentre, porque leñe, parece que Unamuno se ha desvanecido de las estanterías de las librerías...

Anónimo dijo...

no te podías conformar con una o dos cosas como todo el mundo? ;-)

Anónimo dijo...

ups me he quivocado de apartado, me refiero a que no te podías conformar con uno o dos miedos
qué lío me hago con los blogs paya.

hay una edición de bolsillo bastante barata el lacasadellibro, si la consigo te la paso, si no puedes probar en la biblioteca

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