Taller Encantado

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26 de noviembre de 2008

La eternidad en un instante

Corriendo, como siempre. Así era como se trabajaba en aquella oficina. Era como una jaula de grillos: el jefe vociferando me recordaba a un bulldog babeante, el clásico corrillo de la máquina del café, entre risas de indolente condescendencia, alborotaba el pasillo, y aquí y allá, esforzados becarios y comprometidos compañeros, con los puños remangados y la lengua fuera, sacaban finalmente el trabajo adelante.
Apenas acababa de llegar y ya me sentía como en casa. En realidad era como si hubiera trabajado allí toda la vida. Al fin y al cabo siempre me adscribía al grupo de los pringados trabajadores pero sentía una íntima satisfacción por alcanzar la meta y superar todos los obstáculos. Por supuesto la gloria era para el bulldog. La verdad es que ni siquiera recuerdo su nombre. No el del becerro de mi jefe, sino el de ella. Nunca me había fijado en nadie en la oficina, no podía permitirme el lujo de parar ni un segundo. Además, la verdad es que la relación con mis compañeros era bastante banal, en parte porque supongo que no les resultaba demasiado interesante el clásico larguirucho desaliñado. Me faltaba el cartel en la frente de "Pide, pide, que me comeré yo solito todos tus marrones". El caso es que el entorno era bastante materialista, y nadie daba un duro por mí.
Lo recuerdo perfectamente. Está grabado a fuego en mi memoria. Su rostro, asomando entre una pila de papeles, sus gafas casi al borde de la nariz, el flequillo cayendo desordenado escondiendo aquellos ojos... Y ¡cómo olvidar aquel chaleco!, ¡era horrible!, sólo ella podía llevarlo como si fuera la cosa más normal del mundo. Alguien hizo un comentario soez sobre él, por eso recuerdo que me giré para mirarla. Sin duda, había oído el comentario, pues la pila de papel fue completa al suelo y su mirada era la imagen misma de la decepción y la tristeza. No creo que se percatara de mi existencia, ni en lo que me compadecí de ella. Ni siquiera pude ayudarla a recoger, me quedé petrificado. Sólo sé que la miré, la amé como no he amado a nadie en mi vida y que no volví a verla nunca más. El corazón se me partió en mil pedazos en aquel instante. El tiempo se detuvo. Era ajeno a lo que me rodeaba y a mí mismo y no puedo evitar sentir un desconsuelo profundo cuando rememoro aquel día.
Ahora ya soy un anciano, mi esposa murió hace diez años y no tengo nada que ocultar. Creo que nunca se lo conté, sobre todo por respeto. Nos quisimos mucho, formamos una familia y nunca creí oportuno nublarle el pensamiento con el fantasma de aquella mujer. Sin embargo, periódicamente reaparece en mis sueños o alguna muchacha, con un pequeño gesto, me atrae a la memoria su imagen. Y me hace sentir vivo el hecho de que el corazón se me remueva en el pecho. Fui afortunado por amar un instante que será eterno.

3 comentarios:

Aire Fresquito dijo...

¿Qué pasó con aquella muchacha de chaleco horrible? ¿Despido improcedente? ¿Cambio de trabajo? Ayys, otro jefe despiadado me temo...

Yo también he amado muchos instantes que se perdieron en el tiempo. Y esos, jamás volverán... Vaya vida ésta más perra.

Gracias por tu texto, duendecilla ;-)

Lolita blues dijo...

A ti por leerlo. El chaleco de esta chica era espantoso pero NO TANTO COMO TU BUFANDA ROSA... ajajajajajaja!!!!

Fuera coñas, esas cosas serán las que nos queden cuando seamos abuelillas. Hay que atesorar esos momentos, y los que están por venir. Besines!

Aurora Rey dijo...

Hay personas, hay frases, hay gestos y miradas, sonrisas y regalos que se desmarcan de lo cotidiano y guian muchos de nuestros recuerdos. Tienen mucho de mágicos e insaciables. Han sucedido deseos de esperar que vuelvan y no se acaben nunca. Que se paralice ese momento en una polaroid.
Fue en un pueblo con mar
una noche despues de un concierto;
tú reinabas detrás
de la barra del único bar que vimos abierto
-”Cántame una canción
al oido y te pongo un cubata”-
-”Con una condición:
que me dejes abierto el balcón de tus ojos de gata”-
loco por conocer
los secretos de su dormitorio
esa noche canté
al piano del amanecer todo mi repertorio.
Los clientes del bar
uno a uno se fueron marchando,
tú saliste a cerrar,
yo me dije:
“Cuidado, chaval, te estas enamorando”,
luego todo pasó
de repente, su dedo en mi espalda
dibujo un corazón
y mi mano le correspondió debajo de tu falda;
caminito al hostal
nos besamos en cada farola,
era un pueblo con mar,
yo quería dormir contigo y tú no querías dormir sola…
Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una
y las dos y las tres
y desnudos al amanecer nos encontró la luna.
Nos dijimos adios,
ojalá que volvamos a vernos
el verano acabó
el otoño duró lo que tarda en llegar el invierno,
y a tu pueblo el azar
otra vez el verano siguiente
me llevó, y al final
del concierto me puse a buscar tu cara entre la gente,
y no halle quien de ti
me dijera ni media palabra,
parecia como si
me quisiera gastar el destino una broma macabra.
No había nadie detrás
de la barra del otro verano.
Y en lugar de tu bar
me encontré una sucursal del Banco Hispano Americano,
tu memoria vengué
a pedradas contra los cristales,
-”Se que no lo soñé”-
protestaba mientras me esposaban los municipales
en mi declaración
alegué que llevaba tres copas
y empecé esta canción
en el cuarto donde aquella vez te quitaba la ropa
Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una
y las dos y las tres
y desnudos al amanecer nos encontró la luna.

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