Taller Encantado

English cv French German Spain Italian Dutch Russian Portuguese Japanese Korean Arabic Chinese Simplified

29 de agosto de 2011

Juego de niños


Mi abuelo falleció cuando era aún relativamente joven. A sus sesenta y dos años y ya postrado en la cama a causa de un prematuro infarto, sufrió una terrible pesadilla. Se debatía entre sueños farfullando sílabas deslavazadas a las que no conseguía darles un sentido. A pesar de su obvio sufrimiento, la prudencia me indicaba que no sería bueno despabilarle y esperé a que emergiera del infierno de la noche haciendo acopio de sus propias fuerzas.

Cuando consiguió despertar, gruesas lágrimas rodaban por las mejillas que la enfermedad había convertido en cuencas cóncavas y sin apenas color. “Era solo un juego”, decía, “solo un juego”. Le abracé y arrullé como habría hecho con un niño. Cuando se hartó de llorar el cansancio se apoderó de su débil cuerpo y cayó rendido, esta vez en lo que parecía un profundo sueño reparador. Unas horas después parecía otro, hasta un ligero rubor le había subido a la cara, anunciando el advenimiento de sangre renovada y con ello nueva vida y calor.

Aunque por aquel entonces nunca me llegué a plantear que el final de sus días estuviera tan próximo, he de reconocer que era realista y sabía que su estado de salud era delicado. ¿Debía preguntarle por aquel mal sueño para que pudiera liberarse de él? Le consulté a mi esposa qué debía hacer. Ella consideraba que no era buena idea traerle a las mientes una pesadilla que le había afectado el humor de tal modo. Pero mi curiosidad fue más fuerte y uno de los días en los que pudo salir al patio a tomar el fresco (los meses de invierno fueron de obligatoria reclusión y la primavera apuntaba a ser cálida) empezamos a charlar sobre cuáles habían sido nuestras peores pesadillas. Rememoramos algunos de los pasajes oníricos más descabellados que habíamos visitado y cómo no las recurrentes pesadillas comunes a todos los mortales: despertarse sobresaltado tras sentir que caemos al vacío, descubrirnos en medio de una guerra, mirar los ojos de alguien que sabes que no es quien parece ser… No parecía recordar su sueño descorazonador, aquel que le había sumido en una terrible tristeza. Sin embargo, cuando le comenté que había hablado de un juego su tez se inmutó sobremanera. Quedó lívido por un instante de forma tal que solo se repitió el día de su muerte.

Y a continuación, en lo que parecía ser un tránsito, narró su secreto. Creo que si en el transcurso de ese discurso yo hubiera emitido siquiera el más leve ruido, jamás habría conseguido conocer la historia hasta el final. Mientras hablaba ningún pájaro sobrevoló el jardín, ni el agua parecía correr ni el viento osó acariciar nuestros cabellos. El mundo enmudeció para escuchar la voz quebrada de un anciano que me contó cómo su hermanito pequeño había contraído una enfermedad extraña que nadie sabía cómo tratar y pasaba los días postrado en cama.
Mi abuelo, sin embargo, era todo un torbellino. Solía desafiarse a sí mismo retándose interiormente: “Si llego a la esquina antes que aquella señora, conseguiré ganar la competición de natación”, “Si alcanzo a Pedro antes de que llegue a la cuesta, mi madre me regalará caramelos”. Y siempre lo conseguía, una vez tras otra, sus pequeños retos alcanzaban su recompensa, lo que le llevó desear la recuperación de su hermano. Debía alcanzar el éxito enfrentándose a un reto complicado puesto que la recompensa sería inmensa. Así que pensó tomar prestado el reloj de su padre y subir a lo alto del campanario de su pueblo. Lo había hecho mil veces y sabía que los escalones eran exactamente 166, así que se dijo a sí mismo que si conseguía llegar abajo antes de las doce, su hermano se curaría. Se lanzó a tumba abierta como nunca en su vida, sobrevolando los escalones sin apenas pisarlos, con el corazón en un puño y respirando a trompicones. Y un instante después de que hubo posado su pie derecho en el suelo, alcanzando el suelo tras el último peldaño, vio para su alegría cómo el reloj marcaba las doce en punto. Lo había logrado, después de todo el esfuerzo y la energía que había supuesto en aquella empresa.

Aún sin haber recuperado el aliento arrancó a correr calle abajo con la ilusión guiando sus pasos. La casa estaba a oscuras, como siempre, para proteger la delicada salud de su hermanito del calor y del exceso de luz, pero algo parecía diferente. El estruendo del mecanismo del reloj de pared resonaba en toda la casa dándole su habitual aspecto fantasmagórico. Y muy al fondo, los sollozos de su madre le indicaron que algo iba realmente mal, de modo que el corazón se le disparó, esta vez de forma irregular. Su hermano había muerto. Exactamente a las doce en punto, según el doctor Millán. No podía creerlo, no entendía la burla del destino. Miró el reloj de su padre y a continuación el de la pared cuyo estruendo le taladraba los oídos. Estaba retrasado. Menos de un minuto: veintisiete malditos segundos. Los recordaría toda la vida.

Tampoco yo olvidaré la muerte de mi querido abuelo, el día veintisiete de diciembre a las doce en punto, según el doctor Salcedo. Descanse en paz ahora que el juego parece haber llegado a su fin.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es un relato magistral!!!, me ha dejado la sangre helada, me encanta!!! me recuerda a Edgar Allan Poe y a Gustavo Adolfo Béquer, enhorabuena Raquel, sigue escribiendo!!!!!!!!!!
besotes!
Alicia

Sitios que he visitado