Leo una novela que se titula Las ilusiones perdidas. ¿Qué se puede esperar? Son cientos de páginas en las que paulatinamente se anticipa la derrota, la imposibilidad de alcanzar el éxito o al menos una estabilidad razonable.
Y no puedo evitar sentirme identificada esperando, tratando de asumir que el abismo se abre unos pasos más allá y que no puedo detener mi marcha. En mi caso, no se trata de que la gigantesta boca de la nada me seduzca, no escucho cantos de sirena ni me ha maravillado la belleza de la imposibilidad de escapar. Es que el camino está marcado y mi cuerpo anclado a él por un magnetismo irreductible: el del destino. Cumplo, como en el caso de las más oscuras profecías, el arcano futuro que me fue marcado a fuego en la ruleta de la suerte.
Avanzo sin esperanza ya, de tan próximo como siento el cumplimiento de mis pesadillas. El descanso es imposible, el sueño otra derrota más que sumar a las muescas de mi desesperación y entre tanto solo incertidumbre y desasosiego.
El corazón al galope, la boca seca y los ojos cerrados para caer al vacío.
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